enero 07, 2008

latiDOS

¿A qué sabe un corazón patentado regido por las leyes de la inercia sensible y la inocencia ilusa de alguien que ingresa al estado gaseoso del amor? Quizás tenga un sabor agridulce propio de los volátiles estados de naturaleza humana, quizás tenga aliento a sosiego efímero o a un entendimiento circunstancialmente acordado, quizás se moldea a partir de los desencuentros de disturbios mentales. Patentar un corazón, hacerlo de alguien, encasillarlo en un formato humanoide inicialmente brillante y mágico, conduce al hermetismo silencioso de la ansiada felicidad. Pueda que el tiempo convierta los formatos en amorfos y desequilibrados ocasionando que los patentes se escabullen y debiliten la aparente pertenecia de afectos colectivos.
Pensar o aferrarse en patentar el propio corazón es tan riesgoso como cualquier emprendimiento con alguién a quién quizás nunca terminemos de conocer.
Por ahora apelo a la libertad de corazones, a evitar la creación de patentes sin antes saber exactamente cómo podemos moldearlo y conducirlo sin crear disconfomidades que sólo se pueden resolver de a dos.
(Agradezco a una excelente amiga quien, a partir de un reencuentro, me dio el pie para escribir esta pequeña nota.)

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